lunes, diciembre 5

Autoconciencia de una experiencia subjetiva

Soy bastante miedica, lo reconozco. Gallardía, templanza y arrojo no son epitafios que a buen seguro adornen mi lápida. Con seis años era incapaz de quedarme sólo en casa porque creía que mi madre jamás volvería. Luego, más mayor, escondía las notas un par de días al fondo de la mochila hasta que llegaba a la conclusión de que nada me salvaría de la bronca. Sólo un par de veces he hecho pellas en el colegio y no he probado drogas más por temor a lo que podría pasar que por falta de curiosidad. Nunca he destacado por mi valentía ante lo incierto, y aunque en ocasiones me haya lanzado en empresas de futuro no muy claro siempre ha sido más fruto de la inconsciencia que de una reflexión madura.

El poso de los años fue acumulando en mi memoria los miedos y éstos se transformaron del monstruo dentro del armario en la angustia pura de existir. Primero confirmé que mis padres no conocían todas las respuestas, después que no todo el mundo era bueno y más tarde que la vida no es tan dócil como se pintaba en los libros de catequesis. Cuando las faldas de mi madre ya no sirvieron para esconderme, fantasmas como el fracaso, el esfuerzo sin recompensa, las expectativas no satisfechas y otros muchos se mudaron a vivir a mi cabeza. Y lo que hizo más terroríficos a todos estos miedos es el hecho de que con el tiempo he ido constatando que todos ellos son reales, palpables y sufribles, y su llegada ha sido como la del bello facial, el acné o la alopecia: algo inexorable y gradual. Dediqué veintidós años a estudiar para obtener un titulo de licenciado como farsante, conseguí trabajar en algo que difícilmente me hace feliz y viviré en la agonía de lo que me rodea no es lo que me gustaría tener. Confirmé que el amor no existe y que el sexo no es ni la décima parte de lo maravilloso que se suponía cuando tenía quince años. Y veo como a todos los valores que llenaban mis bolsillos se les va cayendo la pintura.

Y quizá en este punto, cuando soy lo suficientemente maduro para llegar a estos razonamientos sin que nadie me los tenga que explicar, es en el que aparece para encarnarse, el que para mi es el Armagedon de todos mis miedos: La soledad. Es mi cáncer particular, un sonido monocorde que condicionaba mis decisiones y que siseaba en mi oído cada vez más claro. Antes, cuando la soledad era sólo otro temor, pensaba que podría no llegar nunca y que corriendo más rápido sería capaz de eludirla. Pero sus tentáculos son fríos, fuertes y extremadamente largos, y a medida que se rompen los cristales del laberinto de espejos, ves que detrás sólo está su abrazo. La única bondad de los miedos es que una vez que los masticas y se llevan un trozo de tu alma te hacen ser más fuerte.

Encerrarse en uno mismo sería reconocer la derrota de su personalidad. Ahora pienso que la soledad es otra carta en la mano y que quizá hoy sea más egoista que ayer, pero también soy más libre.

1 comentario:

Anónimo dijo...

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