jueves, agosto 31

La derrota de la testosterona


Un cursillo de tenis es una de esas actividades, promocionadas por algún organismo local y al que se apunta gente de toda índole con ganas de hacer amigos, descargar las tensiones del trabajo o ambas cosas a la vez. Desubicados, deportistas frustrados, y marujas con ganas de bajar un par de arrobas son el grueso de los alumnos. Y de normal no deja de ser una sucesión de ejercicios rutinarios que ayudan a elevar la autoestima y a distraer la mente. Pero hay veces que pueden convertirse en algo interesante...

Lo único que hacía diferente a este último curso del resto de los que me ha tocado sufrir o disfrutar, era que quien lanzaba bolas, me decía por enésima vez que no girara el cuerpo o que aquél, había sido un buen golpe, era una canaria de 29 abriles, ojos turquesa y sonrisa perfecta. Por fin no tenia que aguantar a chavalines con pendiente que charlaban con la novia por el móvil mientras tú peloteabas, o a divos que algún día se creyeron aspirantes al circuito profesional y se veían avocados al entreno de patanes como nosotros. Esta vez era diferente. Ahora sí me apetecía que el monitor, la monitora, me dijera que ampliara más el gesto, que cambiara la empuñadura, que le enseñara mi revés, que fuera su pareja en alguno de los juegos o simplemente preguntara inocente qué iba a hacer ese fin de semana.

En otro momento o en otro lugar puede que hubiera sido distinto, pero quizá fue la época estival, quizá el conjunto de personajes extraños que tuve por compañeros o quizá cierta afinidad sugerida, la que hacía que en nuestras conversaciones en la pista, hubiera otras tres líneas entre renglón y renglón. Supongo que mis miradas a sus bronceadas piernas no pasaban inadvertidas para ella, igual que para mi eran notorios los saludos especiales cuando entraba y salía de su clase. Los días transcurrían en un juego sobre otro juego, los ojos en la pelota y después un poco más allá. Ninguna clase era diferente a otra y todas decían algo.
Al cabo de tres semanas era el último día y lo único fuera de la norma de cualquier otro curso, había sido una inocente mano tendida en forma de “tomaremos unas cañas”. Reconozco que aquel día estuve más frío y sin saber cómo comportarme. La falta de experiencia me empujaba al pesimismo norma de la casa y la represión marcada a fuego en el alma, hacía el resto. Mientras enfundaba la raqueta e intercambiaba despedidas con el resto de participantes, ella se acercó con esa sonrisa y esos ojos capaces de hundir a un portaviones. Dos frases cordiales, otra divertida, alguna pregunta liftada y ella dejó la bola a media pista: “¿y que hay de esas cañas?”

Creo que aguante su mirada aproximadamente seis centésimas de segundo, devolví mis manos a la tarea de recoger y mi boca soltó una de esas frases de estupidez supina para situaciones de importancia supina: “Tengo una excusa”. Bola fuera.

Volví a mirarla y sus ojos seguían clavados en mi. Su sonrisa redobló esfuerzos y volvió a la carga con frases que gritaban que lo pasaríamos bien y que no me iba a arrepentir.

- “Tengo una buena excusa”- Abundé en la absurdez
- “Bueno, no te preocupes. Ya tomaremos algo otro día”

El resto de la despedida fue tan tonta como la mantenida con el resto de compañeros. Se dio la vuelta, saludó de nuevo y salió de la pista con una mirada de chica segura de sí misma, y una mano que decía adiós y tú te lo pierdes.

De los cinco minutos que tardé hasta el coche sólo recuerdo la testosterona presionando mi bajo vientre, y mi materia gris diciendo que ni si quiera mi película favorita me había enseñado a ser cortés, no grosero, tomarme una copa, sólo una, irme a casa y hacerme una paja.